La luz de ayer, por Enrique Andrés Ruiz.

(ABC de las artes y las letras)
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Ahora hay aquí otro puñado de las pinturas que, de vez en cuando, saca de su taller Marcelo Fuentes. El aficionado a las pinturas de Marcelo Fuentes es, además de fiel y seguro, un aficionado particular, específico, que coincide bastante pero no del todo con el aficionado a la pintura lato sensu, a la pintura de verdad, quiero decir. Este singular aficionado, que puede ser cualquiera en esta exposición misma, lleva con él su pizca de desesperación, incluso cuando esta pequeña desesperación va acompañada siempre de ese gusto que las propias pinturas levantan y colman a la vez, hechas como están para el golosineo que los profesores llaman sensualidad.
Las pinceladas vagas y al tiempo exactas, anchas pero precisas; la aparente rudeza de la que en las telas y los papeles se ha querido vestir la finura de este pintor sin par; el tamizado gris lejano de los cielos; la justa y exacta borrosidad de la evocación del tiempo... Todo eso sirve al gozo, a la carnalidad incontestable y casi comestible de esta pintura para golosos. Y la desesperación del aficionado, que ya ha visto muchas riberas de rascacielos, muchos edificios-barco con rótulos de palo, muchas tardes y mañanas cernidas por la luz de un sol de ayer, todo pintado por Marcelo Fuentes, la desesperación, digo, que va siempre con él, viene de la ansiedad con la que ese mismo aficionado busca, ávida, nerviosamente, un dato singular, concreto, un... algo que le diga, desde alguna pintura nueva, que no todo es lo mismo, que las casas y los días son únicos como criaturas. Es decir, un algo que salve cada pintura concreta de la imagen genérica que todos los aficionados medio desesperados tenemos hecha cuando pensamos -los ojos entrecerrados- en la pintura de Marcelo Fuentes.
Unos cuantos sitios. Marcelo Fuentes ha pintado así, con esa turbiedad precisa incomparable, unos cuantos sitios, no muchos: Roma, alguna ciudad del norte de África, la Valencia racionalista a la que el IVAM dedicó una excelente exposición suya en 1998 (La ciudad moderna) y con la que ha urdido un hermoso libro de dibujos en compañía de las narraciones de Carlos Pérez; los campos ásperos de Teruel, hacia Mora de Ebro, en la maravillosa serie de hace unos años que vive en mi memoria... Pero sobre todo Marcelo Fuentes ha pintado Nueva York, ciudad abstracta. Las pinturas de Marcelo Fuentes rescatan, de una ciudad o una hora, el perfume último que no pasa, que dura, cuando ya son ayer la hora y la ciudad.
Estas últimas pinturas nos traen de nuevo una Nueva York hecha de riberas de bloques sólidos, compactos, cúbicos, alumbrados por una luz filtrada en un cedazo pajizo y verdoso, según son vistos a lo lejos, en el espacio, y también en la memoria, a lo lejos en el tiempo. El aficionado, hoy, se ha acercado y ha encontrado el consuelo que necesitaba su pequeña desesperación: ha visto, por ejemplo, una pequeña pintura cuadrada de treinta centímetros con un edificio blanquecino contra un cielo verdiazul que es gloria: esta pintura tiene una luz del siglo XVIII. El aficionado ha mediovisto también, entre los grises, un cartel de autopista apenas apuntado. Y ha visto el perfil de una farola al contraluz de una calle. Y ya está: estas mínimas anécdotas le han procurado el mínimo consuelo que él precisa para seguir creyendo, contra la desesperación, que la realidad del mundo está hecha de particulares criaturas únicas, singulares, todavía no confundidas en un todo general, igual y siempre el mismo.
¿Será verdad? Un día, hablé de Fuentes recordando algunas tradiciones italianas que todavía me parecen apropiadas para él, la de los pintores de manchas, Cabianca, Vito d?Ancona, Abbati, a cuya genealogía se debió sentir muy próximo Giorgio Morandi. ¿Será verdad que a Marcelo Fuentes no le importa lo que pinta? ¿Será verdad, como me decía alguien, que «el motivo» le resulta irrelevante? No sé. Para Morandi el motivo era bastante irrelevante, según han dicho los estudiosos fijándose en esos tarros suyos previamente pintados y abstractizados. Pero yo veo una strada, con su casona blancuzca en lo alto, y no sé qué pensar. Veo también el cielo sucio de esta Nueva York fluvial y atlántica, como vi la paramera, un día, de los bordes del Maestrazgo, o la Valencia sola de los edificios modernos. Y no sé qué pensar. En todo caso, en la luz y las sombras de aquellos pintores y con el ton gris francés de los corotianos tan afín a Morandi veo yo la familia de Marcelo Fuentes, hecha de chiaroscuro, de macchia, y de un tiempo pasado que deja caer su polvillo de horas sobre la luz de un sol quieto, allá a lo lejos.
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Enrique Andrés Ruiz / ABC Cultural, 24-5-2008

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