Daniel Capó Laisfeldt: Marcelo Fuentes: la memoria de la ciudad

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Uno suele repetir las mismas costumbres una y otra vez: levantarse y contemplar el mar aún no encrespado, sereno, casi helénico, de la mañana; leer algún poema; desayunar; y luego escuchar la música de Johann Sebastian Bach – las suites para violonchelo, quizá, el Clave bien temperado -, como si se tratara de una oración ritual, de un primer destello de alegría. Me gusta volver a estos ritos cotidianos, a las repeticiones, a la espera atenta – la attente, que escribiera Simone Weil – de no se sabe muy bien qué. La espera nos enseña a mirar, al igual que lo hace la escucha. Paul Claudel, el poeta francés, lo dijo en un título maravilloso y sorprendente: L’oeil écoute, el ojo escucha. Yo supongo que la pintura también lo hace, que el silencio, por así decirlo, tiene su luz, su color, su sombra nunca antes desvelada, al igual que lo tiene la música – Les ombres errantes de Couperin, por ejemplo – o la literatura. En una ocasión, Marcelo Fuentes me dijo que sólo los pájaros y la brisa dan cuenta del espacio, quizá como si quisiera explicar que son el espacio y el tiempo los que otorgan nitidez al arte y no lo enmascaran, no lo vacían disfrazando de lenguaje aquello que debe restar mudo. Marcelo se refería, claro está, a la intimidad del espacio, un espacio que nos llama y nos somete, que nos interpela con su misterio y nos desprende de la soledad. La inspiración – si tenemos que creer en ella – es siempre alteridad, un eco de algo que nos precede y que encuentra su encarnación en el arte. Ésta es una paradoja extraordinaria, ya que nadie es foco de su propia verdad. El silencio tiene su luz. Y me parece correcto contemplar la pintura de Marcelo Fuentes como un icono de este silencio, como un retablo de esta verdad inexpresada.

No recuerdo en qué momento, ni cuándo, oí hablar por primera vez de la obra de Marcelo Fuentes. Supongo que fue – como tantos otros descubrimientos – leyendo algún texto de Juan Manuel Bonet, quizá su libro-entrevista con el fotógrafo Bernard Plossu. No lo sé. Sí recuerdo, en cambio, los primeros cuadros suyos que vi: unas acuarelas y óleos neoyorquinos, unos paisajes marroquíes – Tánger, quizá - y una serie de aguafuertes romanos; una Roma – esa ciudad carnal como pocas - bellísima, racional, metafísica, que me era desconocida. En uno de esos grabados – Ostia, al fondo - surgía, apartada, una como luz blanca, casi escondida, que me hizo pensar en una fuga de Bach, en un contrapunto inquietante y misterioso visto desde la lejanía, sobre el que se asienta algo muy hondo. Pensé también en el Ángel de la historia de Paul Klee, tal y como nos lo ilumina el filósofo alemán Walter Benjamin: un ángel aletea creando el tiempo y, a su vez, la ruina. Los espacios callados, silenciosos, perturbadores, llenos de misterio, de esos cuadros: las marquesinas años cincuenta de Madrid, los bloques de apartamentos de Nueva York o la arquitectura industrial de Queens; la modernidad ya gastada, aviejada, de Valencia; los faros junto al mar – recuerdo uno ahora en el puerto de Nápoles – o los pinos, las encinas, los hayedos, apenas apuntados, ensimismados, de Teruel, de Mallorca, de Almería o de Galicia; esos espacios, digo, pintados, desvelados por Marcelo Fuentes, son una interrogación continua, una pregunta - ¿cómo decirlo? – que se dirige al tiempo, a las astillas del tiempo, a sus grietas, en una quest de la luz benjaminiana que se pierde entre las teselas de la historia y que luego se recoge como belleza trascendida que va yéndose de nuevo al silencio. De ahí que la pintura de Marcelo Fuentes no sea una pintura gastada ni usada, no sea el remedo de una técnica o de un estilo ni el tour de force del artista ensoberbecido, del aprendiz de demiurgo que pretende crear un mundo con su mirada sin llegar a encontrar nada más que el eco de su propia soledad. No es la soledad la que explica la densidad de estos cuadros sino el silencio que aúna la fragilidad de la historia, las huellas vivas de su ruina y esa nostalgia, diríase, de redención, de una verdad plena, absoluta, definitiva, donde nada se pierda.

Pintor de ecos y de voces, la pintura de Marcelo Fuentes es sólo metafóricamente metafísica. Joseph Joubert dijo algo muy hermoso en una ocasión: “Es preciso – escribió - que haya varias voces juntas en una voz para que sea verdadera.” En efecto, en estos cuadros uno no encuentra diálogos ni referencias platónicas, no hay idealizaciones ni esencialismos, sino algo muy distinto, muy joubertiano en este caso: la escucha de los ecos y de las voces del tiempo; como si al pintar, qué sé yo, un chaflán, un depósito de agua, el muelle de una ciudad o una torre, Marcelo Fuentes quisiera salvar toda esa memoria inaudible convirtiéndola en luz, en color y en sombra. La paradoja es, de nuevo, fascinante y ya se encuentra – nos lo recuerda Chrétien - en el libro del Éxodo: todo el pueblo veía voces, se lee en la Vulgata. Como si se tratara de una obediencia del alma – o de la carne -, el pintor no puede hacer mucho más que reflejar el color de esas voces, su fisicidad incluso. De ahí surge otra paradoja en la obra de nuestro autor, a saber: la ausencia de figuras humanas – hasta donde yo sé, absoluta – en una pintura llena de ecos y de susurros, llena de reflejos de la vida.

A veces, cuando me levanto por las mañanas, me pongo a contemplar el horizonte desde la terraza de mi casa. Veo el mar apuntando hacia Menorca y unas cuantas azoteas que perfilan el azul de ese mismo mar. Si dirijo mi mirada hacia la derecha, como unos fantasmas amigos que me pidieran permiso para tomar el té, creo vislumbrar un cuadro de Marcelo Fuentes: es un viejo hotel de los años 60, reconvertido ahora en bloque de apartamentos para extranjeros más o menos adinerados. En invierno, sólo alguna viejecita da de comer a los gatos que pueblan el jardín. Uno diría que esos gatos echan a faltar el afecto de las personas y se pasean tristes, somnolientos, por el lugar. Entonces pienso en Marcelo Fuentes y en sus arquitecturas. Pienso en la soledad y en el silencio, pienso en la melancolía. Y me digo: yo ya he estado aquí, en estas calles, en estos edificios tan aparentemente vacíos. Y los miro como retablos, sí, como cuadros de Marcelo Fuentes perdidos en cualquier lado: en una ciudad, en el apeadero de un tren, en una urbanización avejentada junto a la playa, en un bulevar.

Y de este modo, Marcelo Fuentes nos enseña a contemplar el rostro de la ciudad. Y uno deambula por sus calles, asombrado por tanta belleza antes oculta. Y se lo agradece – aunque sea en la intimidad callada del instante – porque al reflejar esta belleza en sus cuadros la inserta en la memoria de las ciudades, que es también la memoria del mundo y de los hombres.
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Daniel Capó Laisfeldt

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